Consideraciones humanas sobre cuestiones inútiles, innecesarias e imperfectas de la profesión atea. Compartir lo efímero, testimoniar lo disoluto, aullar ante el silencio. Aulla! Aulla!

12/31/2006

UN FIN DE SEMANA EN GLASGOW por RICTUS

Ponte en situación: una docena de periodistas españoles somos invitados por la Oficina de Turismo de Escocia a pasar un fin de semana gozando de las excelencias del país del whisky. Glasgow, allá vamos.

Consciente de la que se avecinaba, diseñé una estrategia absurda. Decidí llevarme un vestuario totalmente desacostumbrado: dos trajes, los mejores zapatos que encontré en el armario, camisas de marca y corbatas oscuras. La idea era que no me pudieran confundir con aquella troupe, de la cual conocía sobradamente obras y milagros. Tremendo error. Solo conseguí aparentar lo que en realidad era: un inadaptado.

La cosa empezó calentita, con las habituales chanzas en el aeropuerto, acopio de botellines en el avión, majerías con las azafatas, voces fuera de tono en la recepción de hotel, abuso de las llamadas entre habitaciones y, por fin, cita bullanguera en el vestíbulo. Allí nos recogió una especie de Vanessa Redgrave a la escocesa que tenía la mala suerte de hablar español. Era nuestra guía.

Fuimos trasladados en autobús hacia la casa-museo de Charles Rennie Mackintosh, eminente poeta y artista plástico escocés. Se trataba de un edificio de arquitectura típica de la zona, repleto de cuadros, vidrieras y muebles de diseño modernista. Una especialista en arte nos recibió, disertando en inglés acerca de las bondades de la colección.

La buena señora había sido advertida de que se trataba de un grupo de periodistas españoles pertenecientes a la sección de cultura de diversas publicaciones. Con estos antecedentes, lo que menos se podía esperar era que allí solo hablara inglés un par de individuos, y para qué decir de los modales, los comentarios, las caras de “yo no he sido” y las risas de colegio mayor. Lo extraordinario fue que no se rompiese nada.

De la visita cultural pasamos a la comida, que tuvo lugar en una casa de campo. Allí nos esperaba un señor que parecía algo más bragado en la lidia de ganado español. Conocedor del paño, aquel picto nos hizo pasar a un reservado, pues debía considerar que llevarnos al salón principal era algo temerario. Razones no le faltaron. La comida -buey asado con patatas- fue glosada con berridos y eructos. Para no extenderme demasiado en esta desdichada experiencia, pasaré directamente a la sobremesa. Dado lo nutrido del grupo, los responsables del restaurante no pudieron ejercitar un férreo marcaje al hombre, de manera que hubo uno -un tipo al que llaman “Grasas” por su morcillona estampa- que escapó a la necesaria vigilancia. No fue difícil encontrarlo. El“Grasas” se había colado en el salón de lectura, un sitio lleno de maderas y cueros donde los clientes pasan la sobremesa leyendo el periódico o bebiendo te, pero siempre en silencio. El morcón humano yacía derrumbado en un sillón, sometiendo a los hijos de la Gran Bretaña a unos ronquidos portentosos. No fuimos expulsados del local, pero sí que noté una cierta prisa por desalojarnos.

A estas alturas iba yo pensando, mientras me recomponía la corbata, que ya nada peor podía pasar. Error. Del restaurante fuimos llevados sin solución de continuidad a una destilería cercana, para que pudiéramos comprobar con nuestros propios ojos el misterio de fabricación del auténtico whisky escocés. Ni que decir tiene que el anuncio de la visita fue recibido con tal descarga de aullidos que el conductor del autobús dio un volantazo del susto. En la destilería fuimos recibidos por una muchacha muy mona vestida a la escocesa. No debía estar al tanto de nuestras particularidades, porque inmediatamente nos hizo pasar a una sala donde fuimos invitados a probar los caldos del lugar. Whiskys de cuatro, ocho, doce y dieciocho años fueron escanciados en vasos más que generosos. La tropa los bebió con avidez de náufrago. Envalentonados, los plumillas hispanos juntaron sus cuatro palabras de inglés para pedir otra ronda, tras la cual la gentil escocesa fue objeto de los donaires más groseros, afortunadamente, en español. De la cata pasamos a recorrer las instalaciones. Tan solo dos estampas. Una: el “Grasas” llamándonos hijos de puta a todos porque no le ayudabamos a subir unas escalerillas de mano por las que literalmente no cabía. Dos: el corresponsal de El País con la cabeza metida en una cuba de fermentación, aventando a manotazos los vapores hacia sus narices para mejor saborear aquel éxtasis. Aunque parezca mentira, a la salida de la destilería aún hubo ánimo para solicitar que nos ofrecieran una última copa. La escocesita transigió más por miedo que por otra cosa.

Ya en el autobús, el subidón del alcohol era indisimulable. La Redgrave, pese a frisar la sesentena, fue requebrada de la manera más descarnada por aquella banda de hombres de letras. Llegamos al hotel con el aviso de que solo era una parada técnica, pues nos llevaban a conocer la animada noche de Glasgow. Dadas las circunstancias, la mayoría optó por esperar en el bar tomando algo. Media hora después ya estábamos camino de la zona de copas de la ciudad. Entramos a picar algo en el consabido “bar español”, regentado por un mejicano con malas pulgas. Comimos la peor tortilla de patatas imaginable acompañada por un vino que la hacía buena. Nadie notó nada. De allí fuimos a hacer la ronda de los locales de moda. Todos ellos eran sitios señoriales, antiguas sedes de bancos o casas de seguros reconvertidas en macro-bares de lujo, donde destacamos por el desaliño indumentario, lo brusco de las maneras, la frecuencia de nuestros gritos, las quejas por los precios, las braguetas bajadas y el acoso al sexo opuesto. Acabada la ronda de tronío, aterrizamos en un “dance-hall” de bailes tradicionales. Allí los hombres con faldas, allí las mujeres con trenzas. Y allí irrumpimos en estampida. La gente bailaba polcas celtas en corro agarrándose las manos, cruzándose grácilmente las parejas.

Aquella horda racial se rió de los atuendos, destrozó el baile, rompió los pasos enlazados, cambalacheó malamente las parejas y acabó dando tumbos por el suelo. No entiendo cómo no nos echaron a hostias, francamente.

A eso de las dos de la madrugada, vagabundeábamos por la ciudad en busca de un bar abierto. Acabamos en un descampado donde había una camioneta de esas que hacen hamburguesas de destrucción masiva. Alrededor de aquel cacharro inmundo moraban algunos aborígenes: homeless, hooligans y así. Todos ellos recularon ante el poderío de los tercios españoles. A berridos exigimos comida en abundancia. El“Grasas” acaparó el protagonismo trasegando media docena de hamburguesas en un tiempo récord. Acabadas las magras existencias del chiringuito rodante emprendimos camino de vuelta hacia el hotel con el pensamiento puesto en el mueble bar.

Esa noche, derrengado en la cama, puse la tele. La CNN anunciaba que había comenzado la invasión de Iraq. Y todavía me quedaban un par de días de turismo por delante.

RICTUS

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