EL SITIO
Siempre estamos en otro sitio. (Montaigne)
Desde la tierna infancia los próceres de la educación van buscando para ti el sitio adecuado en el que puedas desenvolverte o mejor normalizarte, y así puedas ser realizado en eso que se ha dado en llamar vida. Tratan con ello de contestar a una pregunta que tú nunca te llegaste a formular porque no fue necesario: ¿Qué pinto yo aquí?. Es la ofuscación por tener una respuesta lo que generó aquella pregunta, al igual que, en su contexto, la liturgia de cada rito acaba siempre por conformar –convocar- a su ser mitológico. De ahí aquello de que el poder, o quien lo ejerce, siempre tiene respuesta para cada pregunta, o tambien, solución para cada uno de los problemas que él mismo genera.
El sitio quiere buscarse, en otras ocasiones, en aquello relativo a “la pertenencia”. Uno se entrega, sin saberlo, a una especie de coagulación mental vinculada a una superficie asfáltica por la que deambula. Sin quererlo encuentras tu sitio por el lugar en el que vives, de ahí que, automáticamente, se te descubran signos compartidos de identidad y te sientas por ello identificado con lo extraño como si ya fuera propio. Entonces, uno habla de pueblo o de raza, en plural, de nosotros, y percibe que comparte modos y formas de exteriorizar sentimientos, valores morales de una tradición que se pierde en la aurora de los tiempos. Ese sitio entonces se hace patria, ciudad, barrio, pueblo o lengua, etc, como algo que ofrezca la suficiente resistencia a no desvirtuarse por las tentativas de modificación que ejerce el narrar del tiempo o del verbo. Un espacio, si se prefiere, en el que uno se cobija para enfrentarse mejor al mundo.
Pero el sitio es también el lugar de trabajo, el hueco en el que te labras eso del por-venir, que por cierto siempre llega tarde, el lugar de lo determinado en el que te ejerces como función, en dónde puedes contrastar la aparente utilidad en la acción de tus actos con la inutilidad que se desprende de sus consecuencias. Entonces te vinculas a un fin como un vivalvo se adhiere a su roca, y para no desprenderte, porque eso sería abismarse, te aferras a ella con la fuerza del lapasorri.
La ubicación en el mundo, el sitio, es un requisito para tu estabilidad emocional. Desde que dejamos la trashumancia como forma de interrelación con el medio necesitamos un lugar en el que proyectarnos como sujetos de una especie social. De ahí que cada uno busque un nicho en el que pernoctar, en el que poder ejercer, paradójicamente, la resignación como forma de resistencia pasiva a los cambios que impone por naturaleza la dinámica de lo vital. De tal modo que, sucumbido a esa tendencia hacia lo inerte, a la fosilización como apuesta de la poligénesis cultural que nos coloniza, te afanas por reproducir una rutina como garantía de seguridad, en esa estabilidad que requiere un estándar neurótico como ejercicio de mantenimiento, en la búsqueda de la dosis de angustia necesaria para satisfacer la dependencia que genera la infelicidad de las relaciones afectivas teñidas por un deseo orientado exclusivamente por lo mercantil; por un consenso en el ritual de las reacciones histéricas que acontecen en el azar de lo infructuoso, apego emotivo de lo compartido por la pertenencia a esa horda que cultiva el cinismo como principio moral y que pertenece a cualquiera de las elites de la estulticia.
El sitio es, en definitiva, esa morada vital que define el espacio interior de un objeto virtual en el que se consuman los sueños de eternidad que te certifican.
1 comentario:
La navegación marítima propició el "cuaderno de vítácora". Las acciones y vicisitudes que en él se registran obedecen a una práctica siempre amenazada por el medio. Por razones obvias, un instrumento similar es inconcebible en la Red.
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