Consideraciones humanas sobre cuestiones inútiles, innecesarias e imperfectas de la profesión atea. Compartir lo efímero, testimoniar lo disoluto, aullar ante el silencio. Aulla! Aulla!

8/06/2007

LA TRAMA

Uno de los indicadores para certificar el grado de opulencia de una sociedad es la cantidad de desperdicios que genera. Los basureros y estercoleros nos ofrecen una radiografía sin necesidad de que tengamos que recurrir al espectrógrafo magnetonuclear tomoaxial.

A escala personal ocurría algo similar. Nuestra situación en el ranking social venía determinada por la capacidad de consumo y, por ende, por la prestancia de nuestros desperdicios.

Pero hoy la sociedad del deseo ha generado, ante todo, un espacio para la ubicuidad. A través de la interconectividad que facilitan las redes telemáticas es posible amortiguar la ansiedad que genera una necesidad que se constata y retroalimenta en su insatisfacción. Es paradójicamente la obsolescencia del objeto consumido lo que alimenta la conducta que genera el deseo, que se maximiza de forma compulsiva por los efectos sustitutivos que produce, en gran medida de placer discontinuo, pues es la insatisfacción de la necesidad lo que mueve a la búsqueda de instancias –objetos- que la colmen.

Ya lo pregonaron los Stones con aquél “no puedo estar satisfecho” que hizo confundir al deseo por su objeto, porque se refería, no tanto a la incongruencia del propio acting de las máquinas deseantes siempre insatisfechas que fueron definidas por Deleuze, como si fuera el propio rechazo de aquellos objetos que el mercado les ofrecía un acto de rebeldía. De ahí que al argumentario de la insatisfacción de la opulencia se hayan apuntado gran parte de los movimientos alternativos, negando el consumo de esos objetos fetichizados pero ensalzando a la vez el deseo en el que se sustenta su oferta.

El camino del occidente capitalista por superar el injusto reparto de la riqueza se materializa a través de la normalización de la oferta. A ello sin duda está contribuyendo ejemplarmente el fenómeno del plagio y la producción pirata desde Oriente, a través de los denominados productos de imitación de marca. Esta es una forma de compensar fundamentalmente la reconversión que se opera en China, y mitigar la ventaja que tenía su socialismo a través de la justa repartición de la pobreza, como dijera Churchill. Por ello, hoy más que nunca, la expectativa de satisfacción es más poderosa que la insatisfacción real del deseo. Y esto contribuye al equilibrio.

De hecho el igualitarismo operado en las sociedades democráticas en torno a sus clases medias constata la fórmula que permite convertir la ilusión en otra mercancía, no ya en torno a una sociedad ideal y utópica por alcanzar, sino por la tangible disponibilidad de objetos de imitación que las satisfacen.

Sin embargo sentirse insatisfecho es parte del comportamiento útil para nuestro tipo de sociedad, útil en el sentido productivo. Lo mismo que durante el final del siglo XX el mercado de trabajo primaba cierto grado de neurotismo a la hora de contratar expectativas de producción, hoy se empieza a constatar que, para este siglo, el inconformismo en su vertiente histérica es un aval para acceder a un mercado saturado de expectativas. De ahí que sentirse satisfecho sea una observancia de lo inútil, sin expectativa de negocio.

Porque aunque la identidad del cuerpo social y su grado de cohesión se configuren en torno a algo individualizado, a imágenes asimiladas en torno a grupos étnicos, tribus urbanas, adictos a sustancias, etc. al individuo sólo le queda actuar por mimetismo y comportarse como una célula clonada. El reconocimiento de la singularidad sólo parece posible una vez identificado y asimilado el producto a su mapa de procedencia. La genealogía no es ya vertical ascendente, referida a los apellidos y ancestros, sino horizontal y en torno a un linaje de relaciones y contactos constatables.

Un ejemplo de ello puede ser la importancia de los nuevos significantes culturales capaces de dinamizar energías en los territorios de lo particular inexpresivo. Es curioso como han aparecido rimadores al socaire del rap, y como esa morfología rítmica próxima al canturreo, similar a la que se produce en la primera infancia para conciliar el sueño, ha motivado en nuestro entorno un florecimiento de la palabra poética, en una especie de caudal verborreico que contrarresta la catatonia verbal generalizada que hay entre los jóvenes.

Esto nos muestra, también, que no es el sentido en donde podemos encontrar las respuestas a unas preguntas que ni siquiera se llegaron a formular, sino que es el absurdo, el continente, el significante, lo que puede abrir algún poro en nuestra costrosa piel.

Por ello se busca la singularidad en el conjunto y no, como se cree, en cada una de sus partes. Estimar que hay originalidad sobre la base de una diferencia aparente es una técnica de marketing que ha dado excelentes resultados. ¿Por qué?. Pues por una coincidencia programada sobre la identidad distorsionada de nuestra imagen del mundo. Así lo avalan estudios recientes sobre personas anoréxicas, las cuáles se ven a sí mismas invariablemente gruesas, lo que viene a certificar que nuestros órganos reguladores son los órganos relacionales, y que un cuerpo sin órganos es hoy un ser desconectado a Internet. Por eso, cada vez nos parecemos más a la imagen que cada uno edifica sobre sí, aunque también esta imagen se corresponda cada vez más con los modelos a los que imita, y en los que se ampara.

Son, el aprendizaje por imitación junto a la pregnancia perceptiva a través de la imagen, los dos elementos que han contribuido mejor al desarrollo de nuestra ataviada morfología. Es la rutina de los comportamientos lo que asegura el equilibrio emocional y la repetición de imágenes violentas lo que narcotiza e inhibe la agresividad. No es pues lo que hacemos, sino cómo lo hacemos, lo que nos uniformiza, pues son seriadas las narraciones que sostienen nuestro comportamiento porque pertenecemos a una trama reticular.

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