El Autor, la obra.
Hoy
el valor de la pintura, la música o la poesía no radica en cada uno
de los propios productos en los que éstas expresiones se reproducen,
sino que se subsume por el “autor” que las realiza contribuyendo
a reforzar su figura, su marca, en el mercado del consumo cultural.
Si
asistimos a una exposición de pintura, lo que se anuncia por encima
de su contenido -la obra expuesta- es el acto de inauguración, que
incluye compartir con el pintor un coctail-lunch con la posibilidad
de filtrear entre las obras con quién no las representa, porque la
obra o se muestra por sí misma ante las miradas del espectador o su
valor será subsumido por su autor en un acto de canibalismo
simbólico. Estamos ante la pintura como pretexto decorativo,
funcional, simple complemento de la autocomplacencia compartida.
Si
nos acercamos a un concierto de música no clásica, el lugar
posible, suele ser un abrevadero. En él la música es un elemento
diletante que añade cierto glamour al local por el simple hecho de
ser ésta efímera en su interpretación y, paradójicamente con
ello, sin otro valor para el respetable al margen del contextual. De
tal modo que los sentidos se dirigen, en todo caso, a quiénes la
interpretan, los artistas, que son los verdaderos protagonistas. Así
es como el espectáculo toma posesión de la escena produciéndose
una especie de sinestesia sensorial, en donde la visión escucha
secundariamente y el oído primariamente ve, de modo que la música,
en ese tumulto crepitante, sea un fondo tamizado que amalgama en el
espacio al intérprete con el público, y en donde sólo el grado de
identificación mimética que se produzca entre ambos le conferirá
valor, de tal manera que, como consecuencia de ello, toda la
expresión sonora quedará secuestrada por la interpretación. Sólo
entonces los decibelios ayudarán a crear la intensidad necesaria y
el clímax, de producirse, en un éxtasis de vacuidad.
Si
pasáramos inadvertidamente por una lectura poética, en la que se
presenta un poemario, veríamos como en la disposición de los
elementos escénicos lo menos importante es la propia poesía. Así,
primeramente se constituye una mesa en la que nadie ejerce de albacea
poético, pues el tiempo dedicado a la “palabra inspirada” se
distribuye entre un elenco de parásitos: el crítico amigo del
autor, el responsable de organizar el acto, el editor de la obra y
quizá hasta el propio poeta, que enajenado de sí, no tenga siquiera
tiempo y espacio para ejercer como tal y sí de comentar los
sortilegios, adivinanzas y chascarrillos con los que los contertulios
de la mesa se suelen agasajar entre sí. Además, es frecuente que el
acto se aderece con música clásica: violín, celo o viola de gamba
y que, lejos de contribuir a la emoción durante la recitación,
distraiga la atención confundiendo los sentidos, travistiendo el
timbre musical de lo dicho, trastocando el pulso que le confiere
sentido con descompasados acentos, desbaratando el ritmo del propio
poema, ahogando esos silencios por los que transpira la emoción,
contribuyendo, en definitiva, a dar algún valor a algo que por sí
mismo ya no lo tiene. Aquí, tanto el autor como la obra naufragan
enfáticamente en el propio protocolo que, paradójicamente, se ha
establecido para silenciar la propia poesía y desterrar lo poético.
De este modo, asistimos a la “rendición de la palabra poética”
a modo de circunloquio.
Todos
estos actos de la vida social, tan comunes en nuestros ámbitos,
sacrifican a la pintura, a la música y a la poesía, porque en
ninguno de ellos las obras se exponen por sí mismas, necesitando en
todos los casos sus autores sustraerlas hacia un espectáculo que las
sitúe en el ámbito del rol social asignado al autor y su
producción: el de bufones de la porfía compartida para suplantar lo
inefable.
1 comentario:
Se han gastado todas las suelas de todas las manifestaciones, pero no importa, ahí estan los zapateros tecno-virtuales dispuestos a fabricarlas con su público y sus aplausos.
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