YO SOY OTROS
Asumiendo que lo que nos caracteriza como seres humanos es ser conscientes de nuestros actos, no debemos evitar reconocer que el mundo, y nuestra vida con él, en su conjunto, es un producto de gratuitas inconsciencias. Claro que, aquello a lo que llamamos vida tiene unas connotaciones bien distintas, con independencia de ser un hecho biológico complejo, en función de cuál haya sido el papel que cada uno haya elegido o padecido para esta representación.
El papel es esa incertidumbre que se va constatando por acierto y error, constituyendo eso tan pomposo que los profesionales del ramo han denominado personalidad y que quizá no sea más que una serie de atributos, de formas estandarizadas de respuesta ante las inverosímiles situaciones en las que lo humano se debate cada día. Pero, ¿quién puede afirmar desde la cordura que tiene sólo una única personalidad?. Es un imposible tan real como evidenciar que nos alimentamos de algo más que de ilusión. Somos poliédricos también en esto, y este es el principal rasgo que nos define aunque hasta la fecha no hayamos sido hábiles en reconocerlo. Somos pues muchos personajes a pesar de que nos identifiquemos con un único nombre, aunque, ciertamente, alguno de entre todos ellos sobresalga y domine sobre los demás como el yuntero a sus bestias.
También hemos de admitir, para consuelo de todos aquellos que viven del socioanálisis, que en gran medida somos el producto de las circunstancias, que hacen que nuestra flor germine esporádicamente o se pudra en el olvido de la razón.
De todo ello podemos extraer infinitas e inauditas consecuencias pero, desde la indolencia que debe caracterizar un análisis que no quiera pecar de ortodoxo, la más apremiante es aquella que se concreta en que no somos lo que queremos ser, ni siquiera lo que nos creemos ser. Esto, tan evidente como fútil y denostado, contradice lo anteriormente expuesto y con lo que ilusionadamente comenzaba este libelo de contra-ayuda: la conducta consciente.
Así pues, es la confusión y no la clarividencia el medio en el que se desenvuelven nuestras ocurrencias, ese mar de confusiones, de tics tan poco poéticos por los que discurren los pensamientos en este laberinto de la caverna del cosmos todo.
De igual modo, nuestra identidad situacional, como seres concientes de una sociedad democrática, es una certera ilusión, dado que desde lo más profundo de nuestro eterno silencio interior una voz prístina injuria, blasfema y calumnia, constatando aún en su inmaterialidad un comportamiento vejatorio ante lo público, una intención que va produciendo costumbre y que pronto se convertirá en ley por extensión de su uso.
De ahí que, en lo social, el desprecio y el fracaso no sólo sean con profusión parte de nuestros mejores deseos para con los demás, sino que también, una noble aspiración personal, dada la saturación del mercado del éxito y las limitaciones que siempre nos impone la oferta y la demanda. Saber reconocer y administrar ese fracaso es la noble tarea que debemos afrontar en este océano global, y en este sentido es a lo que el presente opúsculo quiere contribuir.
Bien mirado, ¿acaso no nos acercamos profusamente a conocer ruinas, tanto históricas como actuales?; ¿no se han vendido a granel trozos del muro de Berlín?; ¿no han recobrado las necrópolis y los despojos arqueológicos una notoriedad desbordante entre las ofertas del programado consumo cultural?. Cada país anhela tener una “zona cero”, un santuario de la catástrofe contemporánea, el precio de una paz en estado de alarma. Una zona desde la que se pueda aparentar una inflexión, un nuevo comienzo, en donde el tiempo hubiera sido detenido por un instante, como si un micro colapso nos pudiera prevenir de otras magnitudes. Y sin embargo, no es sino un elemento más de la guerra preventiva que crea sus propios escenarios en los que se liberan acciones de escape, de descompresión, como simples flatulencias de la opulencia.
El testimonio de nuestra caducidad debe constatarse, en esta época en la que no se prevalece, por los medios de comunicación. Ese testimonio debe ser pues colectivo, anónimo y estadístico, debiendo mostrar aquello que nos libere de la carga de nuestro nombre, de nuestra presencia, del incomodo de lo consciente sobre la individualidad, esa contingencia estética de lo moderno en el siglo pasado. Pero, ¿cómo conjugar esa ruina con el anhelo de eternidad en un mundo que se representa laico?. Irremediablemente forjando la propia caida, el propio fracaso desde un eterno presente que se suceda. No nos confundamos con aquella visión romántica, cargada de fatalismo sensible que otrora anidó en cualquier adolescencia. No, nuestro presente se haya macerado por la indiferencia, a la cual contribuyen tanto la falta real de acontecimientos y sensaciones en lo privado, como el sometimiento público a las imágenes seriadas de los medios. La ruina gozosa es la elección programada que se sustenta a través de los templos del consumo en todas sus manifestaciones lúdico-compulsivas. Lo que pudo haber sido y no nos sobrecogió.
Es pues el culto al fracaso una de las peculiaridades de nuestro modelo de comportamiento, y éste se sumerge en cada una de las distintas personalidades que nos configuran. Así:
EL ANHELANTE
Es ese paciente y laborioso personaje que nos asume en épocas de recogimiento interior, cuando adoptados por la aurora evitamos el sueño a cambio de ese desvelo improductivo que nos garantice la trascendencia en cualquier gesto insignificante, como si de una representación a cámara lenta quisiéramos extraer la imagen de su movimiento con el fin de mostrarla ante nuestros ojos como única y original.
¿Es el anhelo un antídoto ante esa desazón primordial que socava nuestra musculatura nerviosa?. ¿Quizá, esa espiral que evitará su centro huyendo de la equidistancia, de la estabilidad a la que se acogen los sentidos para evitar la confusión?.
Este personaje peculiar prescinde de la contraprestación para sus actividades pues el derecho que le asiste es irrevocable. Su quehacer es parte del soplo divino que la ausencia de lo real produce.
Considerando la ansiedad como motor que mueve a este protagonista, su objetivo no es otro que perseguir el placer a través de la búsqueda de la eterna insatisfacción. Nunca se concluye nada pues todo es perfectible. En cada obra el fin es un trance ante la incertidumbre de lo inconcluso.
EL AUTOFLAGELANTE
Este es un martirizado que ejerce sus artes principalmente sobre sí mismo. Movido por autocompasión abusiva que no llega a lástima, utiliza sus habilidades motivado por su incapacidad para ofrecer a los demás todo lo que él quisiera dar, algo que por otra parte no se le demanda. Es pues un gran insatisfecho capaz de grandes gestas autodestructivas. Un excelso doliente que suele amarrarse para seguir sufriendo.
Este personaje suele ocupar grandes áreas neuronales para sus representaciones, necesitado como está de recursos suficientes para elaborar mediante un exhaustivo análisis los motivos de su infinita desgracia, diseñando excelsas proyecciones sobre los demás para construir los escenarios en los que desparramar su ignominia, capaz de alcanzar perfecciones intuitivas a pesar de sus espesos análisis, protegido incluso del azar por una intrincada red de posibilidades a cubierto.
Un producto claro de la evolución del martiriloquio, sí bien en un contexto burgués de marca. Un marginado maternal que nunca se enfrentó al desprecio del no deseado. Un tipo afable y en ocasiones entrañable, que muestra su cariño confundido en un mar de posesiones imposibles, que suele manifestarse en esas fases de lucidez por las que se atraviesa entre el sonambulismo del tedio que acompaña a la opulencia.
EL AUSENTE
Aquél cuya visión ya no alcanza a percibir su reflejo, y que en el olvido se percata de su irrevocable abandono. Ese que aún pisando no deja huella, que de la brisa extrae el valor para soñar con lo extemporáneo. Evasivo, espectro, sostén de sombra que deambula por entre los páramos de un resarcimiento imposible. Aquél que de su estómago fagocita la urbe, callado en una deuda contraida siempre a la postre del gesto por el que la gracia se pierde. Un voluntario tan desubicado como conminado a desertar, antorcha velada en las nebulosas de la aurora, el que se busca en el eco insistente que sólo repite su nombre.
Dice…vivo desde el otro lado, en ese orbe de lo insustancial, dónde las formas se contorsionan en su apariencia, en imágenes que se proyectan resbalando como de fulgor fatuo. Intangible y agotado músculo en desuso que desde la obligación contribuye a ese estiramiento general por el que el tiempo se intuye transcurrir sin medida, en un ancho de banda seminal. Un ojalá que no puede apresarse como el vidrio del fondo del arroyo, imposible circunstancial traslúcido al brillo lunar que se da por la impaciencia consumada. Amigo de silencios prófugos en busca de notas en las que acomodarse, intervalo o interludio estacional, no melódico. El ausente es un personaje que se sabe imperceptible aunque configurado para la gran masa, en la que como anónimo, se hace irrealmente presente.
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