EL SECUESTRO DE UNA CIUDAD
Se suele decir coloquialmente que para conocer algo hay que profundizar en ello. No obstante, hay modos o situaciones que más vale no conocer, a no ser que uno quiera perderse con ellos.
Al igual que otras muchas ciudades en este país Sevilla es secuestrada durante unos días de abril, denominados como Semana Santa, por un fenómeno de superchería y fetichismo masificados, que se sustenta en el ejercicio de ostentación de poder de la Iglesia católica junto a las clases sociales dominantes, con la connivencia del poder político de turno.
Esta es sin duda una de las señas de identidad de esta comunidad, reconocible, por un lado, desde lo más rancio y recalcitrado de la ortodoxia hipócrita de la nostalgia católica, organizada en torno a las llamadas cofradías, que como auténticos grupos mafiosos trasmutan símbolos de culto en marcas registradas publicitarias, y que actuando en connivencia con los sectores económicos del turismo de masas y los servicios de restauración son uno de los pilares económicos de la ciudad; y reivindicada, por otro, desde el discurso de cierta "izquierda" que busca sus raíces de identidad antropológica en estos fenómenos ciertamente paranormales, como es el caso del “radical” profesor de antropología Isidoro Moreno, al exponer la tesis del “necesario reconocimiento de la propia identidad a través de la pasión popular frente al colonialismo de la hamburguesa”. Otra muestra de ese craso error que consiste en suplantar al todo por alguna de sus partes, o la atribución de ciertos estigmas a cuerpos sociales ”inocentes”: las clases populares.
Porque, si bien es cierto que la “Pasión de Cristo” es un fenómeno histórico, no lo es menos que en nombre de una tradición que se remonta fundamentalmente al barroco - en cuanto a los modelos en su imaginería religiosa - quiere adscribir a este término lo que tomó auge fundamentalmente con el advenimiento de la dictadura y la connivencia entre el poder político y religioso tras la guerra civil española. Es así, pues la mayoría de las cofradías que hoy martirizan a la ciudadanía son creadas a partir de 1940, incluso en la actualidad existen nuevos aspirantes a protagonistas de este martirio idenditario colectivo.
Todo este entramado de intereses del poder eclesiástico y económico de la ciudad se materializan en el secuestro de la misma durante siete días y alguna de sus noches - la famosa “madrugá”-. Las principales vías del Centro son ocupadas por estructuras que albergan sillas, que dejan el espacio para que los “pasos” puedan avanzar en su recorrido ante las miradas y la semblanza de aquellos que pueden pagarse el asiento, y que protegidos por balaustradas a sus espaldas pueden sentir el orgullo de ser los únicos que pueden ver y disfrutar privilegiadamente de toda la pasión. (El público podrá pasar por detrás de estas gradas pero no podrá ver nada a través de ellas). He aquí una importante singularidad con respecto a otras ciudades, en dónde no se reserva espacio alguno privilegiado para nadie en la vía pública.. La burguesía sevillana es clasista y lo ostenta siempre que puede, ya sea en primera fila como en este caso, o asimilando otras fiestas de origen popular como la feria de abril, desde su día ganadera, en provecho propio.
Por otro lado, también el poder político sucumbe y participa en esta fascinación a pesar de publicitarse como de “izquierda”, pues confunde, con su presencia en los principales actos, la respetabilidad hacia ciertas costumbres o tradiciones con la connivencia para su majestualización y por supuesto para la obtención de pingües beneficios, todo con ese aire circunspecto que no puede ocultar las afinidades para una causa común.
Por todo ello, gran parte de la ciudadanía, la que vive en el centro de la ciudad, se ve obligada a huir despavorida antes de cometer alguna tropelía por causa de este botellón adornado de velas y siniestros capirotes, de gente que oculta su rostro o que se ahoga en alcohol delirante entre bocanadas de incienso, de un erotismo descarnado que promete pasión enseñando recato, que muestra plegaria y contiene el vómito, que combina el dolor del crédulo con el placer del impostor, que sublima en representación la impotencia e incapacidad de presentar otra visión a este delirio.
Y así, la ciudad es secuestra por parte de sí misma, ofreciéndose como víctima de su propia herencia, nostálgica de un tiempo pasado y caduco, pero que como todo buen negocio debe mantenerse y renovarse para sustento de todos sus menesterosos y acólitos feligreses.
1 comentario:
Recuerdo haber vivido intensamente la Semana Santa de Málaga -tan parecida a la de Sevilla- cuando era chico (en Andalucía los niños no éramos pequeños, sino chicos, supongo que seguirá siendo así). Mis titas no se perdían un paso, y ahí iba yo, entre excitado y espeluznado. Muchos años después, ha visto tangencialmente el espectáculo, siempre en trance de huida. Pero pese a las prisas por salir corriendo he podido percibir los cambios. Una de las leyendas urbanas mejor construidas en este país es la calidad de “ancestrales” de estos rituales de Semana Santa. Cualquier españolito de bien, de esos que son clase media-media y dan saltos de alegría por verse honrados como costaleros o cofrades, le soltará a uno en la cara que las procesiones son así desde siempre. Falso. La Semana Santa como espectáculo de masas es un invento muy moderno, tanto que uno puede recordar cuando no era así. La riqueza y el oropel de los pasos nunca había llegado a las delirantes cotas actuales. Hace medio siglo, la gente no pugnaba por el honor de ser costalero, sino que los que arrastraban los pasos eran los estibadores del puerto; y previo pago, aunque el salario fuera miserable. No existía, por supuesto, el despliegue televisivo de hoy en día, ni tampoco había el circuito establecido -y pagado- de cantaores de saetas en los balcones, sino que los que se arrancaban desde cualquier lugar -y no necesariamente desde un balcón- lo hacían por las buenas y, desgraciadamente, llevados por su particular fervor. La Semana Santa de hoy, como señalas, está plagada de cofradías y pasos creados en las últimas décadas, pero se nos quiere hacer creer que las cosas han sido así siempre, como si la permanencia temporal del oscurantismo le diera a éste una pátina de legitimidad popular. Personalmente creo que esta transformación de la Semana Santa en un parque temático -esto es, en una mixtificación de si misma- aparte de ser algo de muy mal gusto es un signo de su propia decadencia. Afectada de elefantiasis tanto en lo físico como en lo moral, el espectáculo camina hacia su lado más burdo. Lo malo es tener que aguantar tanta matraca.
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