Consideraciones humanas sobre cuestiones inútiles, innecesarias e imperfectas de la profesión atea. Compartir lo efímero, testimoniar lo disoluto, aullar ante el silencio. Aulla! Aulla!

4/26/2007

UN ÓRGANO PARA EL ALMA

Eso que se ha dado en llamar alma no es más que la preeminencia de un órgano sobre los demás. El soporte de nuestra morfología lo constituyen los órganos, los cuáles estructuran tanto el espacio anímico como el sensorial-perceptivo hacia la satisfacción de una demanda biológica preestablecida: la continuidad de la especie.

Quizá esa Unidad que establece la interdependencia orgánica, más allá de la singularidad de cada centro de regulación, ordene y regule cada función con precisión. Es la morfología de lo contingente, con sus desviaciones de potencial, lo que determina el humor, el karma para cada individuo.

Así, podríamos convenir que es el órgano el que determina el cuerpo, el lugar el que determina el espacio, es el objeto quien da la forma, lo contenido quien constata al continente.

Si tomamos lo digestivo como ejemplo tendríamos una “alma gástrica”, una posibilidad de implosión por insaciabilidad, lo que nos señalaría como seres antropófagos virtuales, de humor alternante y discernible entre la virulencia provocada por la escasez peristáltica o la cordialidad flatulenta que irradia de lo saciado. La obesidad sin duda es su estandarte y el glotón es el personaje que mejor la encarna. Estructuralmente la opulencia es el valor que correlaciona con nuestra sociedad occidental, pues lo digestivo, como hemos dicho, es insaciable: engullir, digerir, defecar, son los procesos productivos de cada célula para proporcionarse energía.

Únicamente la eficiencia de los sistemas energéticos que viene determinada por la capacidad para disponer del sustento suficiente que los alimente puede garantizar la supervivencia de las “almas gástricas”. Hoy, debido al incremento de la demanda energética para atender las altas tasas de crecimiento económico de países como China o India, exponencial a sus incrementos en el grado de desarrollo, junto a los déficits en combustibles fósiles y los conflictos vinculados al control de los mismos, que no sólo se circunscriben a garantizar el suministro –la coartada-, sino al control sobre la propia producción, -de facto- nos ofrece un panorama desalentador en su conjunto. Si a eso añadimos los efectos indeseados que ese crecimiento origina sobre el clima, por el incremento de la producción de gases que potencian el efecto invernadero y sus secuelas sobre el previsible cambio climático, que afectarán en mayor medida precisamente a esos países en vías de desarrollo y con altas tasas de población, concluiremos que es previsible una situación de colapso.

No hace falta ser adivino para constatar que es una falacia querer entender el debate que se plantea para atajar esta situación en los términos en los que se realiza -compromiso de reducir las tasas de emisión de CO2- sin tener en cuenta lo que ello realmente comportaría: por un lado la ralentización del crecimiento económico para aquellos países, y por otro la ingente inversión en I + D y sus aplicaciones inmediatas en la descontaminación de los procesos productivos en el primer mundo.

Respecto a lo primero parece complicado exigir una paralización de la actividad económica sobre sectores potencialmente contaminantes en aquellos países del extrarradio al bienestar sin alguna compensación (ésta ni siquiera se han planteado). Por otro, en lo que nos afecta, parece que hay una tímida conciencia, no sobre el problema, sino sobre los beneficios económicos que puede comportar redireccionar las inversiones hacia este nuevo sector productivo, que incluye tanto el desarrollo y diversificación sobre las fuentes de energía renovable, como la introducción de técnicas de descontaminación sobre los sectores que producen contaminación como valor añadido.

Para ello, no sólo deberán realizarse importantes inversiones dirigidas a potenciar esos sectores, que desarrollen esas nuevas tecnologías, y que posibiliten intercambiar fuentes de energía contaminante por energías limpias y renovables, sino que además se propone que la población se comprometa a contribuir mediante medidas de ahorro energético a la mitigación del problema.

Si algo nos ha enseñado la experiencia en los grandes cambios acaecidos en la historia es que determinados procesos, por su envergadura e impacto, son irreversibles. El cambio climático aparece en el horizonte como un tsunami, se ha instalado como una certeza que debe corroborar las previsiones de los científicos. Parece que hay sensores suficientes y capacidad de procesamiento de la información para establecer modelos predictivos complejos como los que en estos días se nos anuncian desde diferentes foros internacionales.

Tenemos pues otro alimento para dar de comer a esa insaciable “alma gástrica”, que ha sido elaborado en una cocina de alto diseño, porque, desde luego, contribuye a consolidar y mantener el umbral de miedo necesario sobre la población como para inmovilizarla un poco más, y poder dirigir sus fugas, su ansiedad colectiva, por la conocida vía de la atribución de la responsabilidad de un grave problema no sobre aquél que lo produce sino sobre aquellos que lo van a padecer. Una curiosidad que ya no nos sorprende de nuestro ordenamiento social, y que nos muestra la impotencia política frente al poder económico real.

Si, nuestra “alma gástrica” occidental, a través de una metamorfosis carnívora, proteínica, para su sostenimiento, ha establecido una cadena de desnutrición generalizada al otro lado de su frontera. De ahí que, en su conjunto, el planeta pase hambre, y continúe siendo a pesar de ello explotado y esquilmado. La depauperación de los ecosistemas, la extinción de especies animales y vegetales nos muestra una naturaleza desolada que va siendo sepultada por asfalto y hormigón, mostrándose por ello sucia, contaminada y yerma.

Pero el “alma gástrica” del puerco es insaciable. El asfalto es la piel que la protege, el suelo por el que caminan los órganos sin cuerpo, el velo espectral de una morfología sin rostro, la huella indeleble de una civilización que agoniza en su opulencia.

¿La solución está, como se nos quiere instruir, en pretender mitigar los efectos previsibles o en la capacidad de adaptarse, en su momento, a los cambios imponderables?.

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