UN HÁBITAT DESLUMBRANTE
También lo antinatural es naturaleza
(Goethe)
Las ideas imponen la forma de las cosas.
Construimos el mundo, lo significamos, nos contextualizamos en él. La realidad es el resultado de la imposición sobre lo inerte de una proyección que lo anima. Esa proyección se nutre de ideas, de sueños, de necesidades. La energía para esta imposición nace del miedo del hombre a su soledad, a su finitud, a su propia conciencia, a su capacidad para transformar la naturaleza, para ejercer la fuerza y el poder que se derivan del dominio sobre otros seres, sobre su vida y de su muerte.
Delimitados por una concepción de la realidad que se impone culturalmente reproducimos los comportamientos programados por la especie. Adaptados a las normas impuestas se dispone nuestra integración social como la única forma de sobrevivir en sociedad. Son los códigos de interpretación del mundo los que disponen la arquitectura de esa zona común por la que transitan los cuerpos sociales, y en ellos se produce el reconocimiento de cada una de sus células con el conjunto global de todos sus órganos. A la interconexión de todo ello lo llamamos civilización.
La civilización ha sobrepasado a todas las razas y las identidades culturales singulares. La emergente civilización global integra a todas y cada una de las culturas que comparten el mismo espacio de mercado y de información. La uniformidad, la semejanza y la interdependencia se imponen ahora en la morfología de la especie.
El gran problema de la humanidad es que no comparte un sueño. Más allá del poder y del dinero no hay ninguna quimera lo suficientemente fascinante que sugestione visceralmente a los habitantes del planeta, quizá porque no haya conciencia sobre la nueva dimensión contextual del mundo, de su fragilidad.
Tras siglos de depredación la naturaleza no puede soportar más presión. El ser humano civilizado vive no al margen, sino en contra de su propia naturaleza, del medio en el que se ha desarrollado, crecido y multiplicado. Busca infructuosamente crear e imponer su propio hábitat, ese que eclipsa deslumbrando en cada noche el firmamento, cegando la visión del cosmos con sus estrellas y galaxias. Ello nos desitua o nos deslocaliza, haciéndonos obviar en dónde realmente estamos y cuál es la certera dimensión de nuestra insignificancia cosmológica.
En estos términos las exigencias de frugalidad vital colectiva chocan con la depredación y el derroche de energía que nuestra civilización impone. La impresión es que nadie dirige esta nave y que su rumbo es incierto, mostrando a cualquier observador que el colapso y la implosión estén próximos.
(Goethe)
Las ideas imponen la forma de las cosas.
Construimos el mundo, lo significamos, nos contextualizamos en él. La realidad es el resultado de la imposición sobre lo inerte de una proyección que lo anima. Esa proyección se nutre de ideas, de sueños, de necesidades. La energía para esta imposición nace del miedo del hombre a su soledad, a su finitud, a su propia conciencia, a su capacidad para transformar la naturaleza, para ejercer la fuerza y el poder que se derivan del dominio sobre otros seres, sobre su vida y de su muerte.
Delimitados por una concepción de la realidad que se impone culturalmente reproducimos los comportamientos programados por la especie. Adaptados a las normas impuestas se dispone nuestra integración social como la única forma de sobrevivir en sociedad. Son los códigos de interpretación del mundo los que disponen la arquitectura de esa zona común por la que transitan los cuerpos sociales, y en ellos se produce el reconocimiento de cada una de sus células con el conjunto global de todos sus órganos. A la interconexión de todo ello lo llamamos civilización.
La civilización ha sobrepasado a todas las razas y las identidades culturales singulares. La emergente civilización global integra a todas y cada una de las culturas que comparten el mismo espacio de mercado y de información. La uniformidad, la semejanza y la interdependencia se imponen ahora en la morfología de la especie.
El gran problema de la humanidad es que no comparte un sueño. Más allá del poder y del dinero no hay ninguna quimera lo suficientemente fascinante que sugestione visceralmente a los habitantes del planeta, quizá porque no haya conciencia sobre la nueva dimensión contextual del mundo, de su fragilidad.
Tras siglos de depredación la naturaleza no puede soportar más presión. El ser humano civilizado vive no al margen, sino en contra de su propia naturaleza, del medio en el que se ha desarrollado, crecido y multiplicado. Busca infructuosamente crear e imponer su propio hábitat, ese que eclipsa deslumbrando en cada noche el firmamento, cegando la visión del cosmos con sus estrellas y galaxias. Ello nos desitua o nos deslocaliza, haciéndonos obviar en dónde realmente estamos y cuál es la certera dimensión de nuestra insignificancia cosmológica.
En estos términos las exigencias de frugalidad vital colectiva chocan con la depredación y el derroche de energía que nuestra civilización impone. La impresión es que nadie dirige esta nave y que su rumbo es incierto, mostrando a cualquier observador que el colapso y la implosión estén próximos.
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