LA CUESTIÓN EMOCIONAL I
La emoción quizá sea uno de los aspectos más influyentes para orientar el comportamiento, tanto como causa del mismo como también por sus consecuencias. De ahí que el desequilibrio emocional sea uno de los primeros desajustes que se producen en el desarrollo personal. Vinculada al afecto la emoción va ocupando la extensión que conforma la personalidad, siendo por ello un elemento clave en la regulación de la experiencia. De hecho, gran parte de las decisiones o respuestas que se toman a diario, nuestro pathos, están vinculadas con la satisfacción o insatisfacción emocional. Por otro lado, también, nos conformamos globalmente en una especie de “comunidad emocional”, siendo en ella en donde se concentran los vínculos que pueden establecer la proximidad o lejanía en nuestras relaciones sociales.
Lo emocional actúa o incide sobre lo racional. Entendemos vulgarmente que es el corazón quien mueve nuestra cabeza, que nuestros impulsos obedecen más a emociones que a razones, que nuestros análisis y por ello las decisiones que tomamos se ven determinadas en gran medida por la emoción. De hecho “hay razones que el corazón tiene que la mente no puede comprender”. En este sentido la conciencia puede contemplarse como un conocimiento o certeza sobre el valor emocional de las ideas que nos hacemos sobre los motivos y consecuencias de nuestras acciones.
Efectivamente, desde nuestra infancia nos conformamos en un ambiente que va a determinar lo que podría denominarse como “tono emocional”. Después, en gran medida, desde otros ámbitos, sucumbiremos a un “chantaje emocional”: en lo familiar a través de lo afectivo -los hijos, objeto de consumo emocional-, en lo social, a través de los mecanismos de satisfacción del deseo.
Así es como las emociones placenteras o dolorosas se alternan como respuesta a nuestra dependencia afectiva. Y es el grado de esa dependencia el que nos dará el gradiente de placer o de dolor en una imaginaria escala emotiva para cada sujeto, dado que la emoción siempre estará relacionada con la aceptación o el rechazo afectivo.
Estamos pues atrapados en “ambientes o esferas emocionales”, condicionados por el aura de los objetos, que no es otra sino la de su carga emocional, que actúa como una fuerza coagulante de nuestras actitudes. Decimos entonces, erróneamente, que algo es bueno cuando nos ha dejado emocionalmente satisfechos, pues refuerza aquellos sentimientos que son más acordes con los valores a los que nos vinculamos.
Tenemos construidos los resortes para proteger la vida a pesar de que el elemento emocional que le da un valor a nuestra existencia común sea la muerte.
Todo ello refuerza nuestra hipótesis de que es la inseguridad, económica y emocional, lo que constituye el factor impulsor del ansia consumista. Es así como la “emocionalización” se afianza como un proceso que reordena la cultura contemporánea. Ayer el consumo individualista, en la modernidad democrática, ocupó el lugar del consumo exhibicionista de clase de la extinta sociedad aristocrática decimonónica. Hoy, en el posmodernismo, son las “adherencias emocionales a una marca” por parte de un grupo lo que permite establecer los vínculos afectivos que también determinan su identidad: los símbolos adquieren así un poder emocional porque no pueden ser traducidos en valores equivalentes en el orden tangible.
Disfrute intelectual, gozo emocional, eran aspiraciones de individuos concretos, de sujetos. Hoy los grupos –como objetos- han prescindido de lo intelectual para centrarse exclusivamente en lo emocional. Ya nada adquiere dimensión verdadera sino por su grado de “concentración emocional”, con independencia de su fuerza expresiva o su complicación cognitiva. Pero en esa medida, también, las relaciones en ellos se hacen más frías y lejanas, porque en ella nos vinculamos como objetos extensivos pero dependientes. Así el afecto entre individuos se traduce en complicidad de intereses en el seno de cada grupo, una especie de elemento catalizador para el intercambio en el juego del chantaje emocional, De hecho, a pesar de lo aparente, el afecto es una fuente constante y profusa de desigualdad.
La desvinculación afectiva es evidente por ejemplo en las relaciones con los mayores. Lo afectivo unía, vinculaba, comprometía a cuidar, en la medida en que la precariedad económica obligaba a redistribuir los recursos para mantener a la familia en otro germen no nuclear. Hoy, por el contrario, hay una desafección generalizada en gran medida vinculada con la independencia y suficiencia económica, porque la supervivencia no depende ya tanto de lo afectivo como de lo emotivo.
En nuestras comunidades occidentales, en donde el orden y la seguridad son climas predominantes, el sentimiento es considerado como una reacción indeseada, un elemento tóxico para el comportamiento social. En nuestro ambiente cool, sentir es una bajeza, una respuesta tan grave como lo fue sucumbir públicamente a lo instintivo en la época victoriana. Así, el control afectivo se impone generando un distanciamiento físico real que sólo puede ser suplantado por interacción en las llamadas comunidades o redes virtuales, en las que la ficción emocional trasciende en las relaciones, diluyendo a cada personalidad en todos esos vínculos de sociabilidad.
Pero, por otro lado, la supervivencia emocional confluye con la supervivencia económica al tratar de proporcionar satisfacciones materiales y emotivas. De ahí que aquello de que “el ánimo no decaiga” y/o “que continúe la fiesta”… sean muestra inequívoca del profundo proceso de infantilización que le espera al siglo XXI a fin de contrarrestar la longevidad expansiva en cada vez más población.
Lo emocional actúa o incide sobre lo racional. Entendemos vulgarmente que es el corazón quien mueve nuestra cabeza, que nuestros impulsos obedecen más a emociones que a razones, que nuestros análisis y por ello las decisiones que tomamos se ven determinadas en gran medida por la emoción. De hecho “hay razones que el corazón tiene que la mente no puede comprender”. En este sentido la conciencia puede contemplarse como un conocimiento o certeza sobre el valor emocional de las ideas que nos hacemos sobre los motivos y consecuencias de nuestras acciones.
Efectivamente, desde nuestra infancia nos conformamos en un ambiente que va a determinar lo que podría denominarse como “tono emocional”. Después, en gran medida, desde otros ámbitos, sucumbiremos a un “chantaje emocional”: en lo familiar a través de lo afectivo -los hijos, objeto de consumo emocional-, en lo social, a través de los mecanismos de satisfacción del deseo.
Así es como las emociones placenteras o dolorosas se alternan como respuesta a nuestra dependencia afectiva. Y es el grado de esa dependencia el que nos dará el gradiente de placer o de dolor en una imaginaria escala emotiva para cada sujeto, dado que la emoción siempre estará relacionada con la aceptación o el rechazo afectivo.
Estamos pues atrapados en “ambientes o esferas emocionales”, condicionados por el aura de los objetos, que no es otra sino la de su carga emocional, que actúa como una fuerza coagulante de nuestras actitudes. Decimos entonces, erróneamente, que algo es bueno cuando nos ha dejado emocionalmente satisfechos, pues refuerza aquellos sentimientos que son más acordes con los valores a los que nos vinculamos.
Tenemos construidos los resortes para proteger la vida a pesar de que el elemento emocional que le da un valor a nuestra existencia común sea la muerte.
Todo ello refuerza nuestra hipótesis de que es la inseguridad, económica y emocional, lo que constituye el factor impulsor del ansia consumista. Es así como la “emocionalización” se afianza como un proceso que reordena la cultura contemporánea. Ayer el consumo individualista, en la modernidad democrática, ocupó el lugar del consumo exhibicionista de clase de la extinta sociedad aristocrática decimonónica. Hoy, en el posmodernismo, son las “adherencias emocionales a una marca” por parte de un grupo lo que permite establecer los vínculos afectivos que también determinan su identidad: los símbolos adquieren así un poder emocional porque no pueden ser traducidos en valores equivalentes en el orden tangible.
Disfrute intelectual, gozo emocional, eran aspiraciones de individuos concretos, de sujetos. Hoy los grupos –como objetos- han prescindido de lo intelectual para centrarse exclusivamente en lo emocional. Ya nada adquiere dimensión verdadera sino por su grado de “concentración emocional”, con independencia de su fuerza expresiva o su complicación cognitiva. Pero en esa medida, también, las relaciones en ellos se hacen más frías y lejanas, porque en ella nos vinculamos como objetos extensivos pero dependientes. Así el afecto entre individuos se traduce en complicidad de intereses en el seno de cada grupo, una especie de elemento catalizador para el intercambio en el juego del chantaje emocional, De hecho, a pesar de lo aparente, el afecto es una fuente constante y profusa de desigualdad.
La desvinculación afectiva es evidente por ejemplo en las relaciones con los mayores. Lo afectivo unía, vinculaba, comprometía a cuidar, en la medida en que la precariedad económica obligaba a redistribuir los recursos para mantener a la familia en otro germen no nuclear. Hoy, por el contrario, hay una desafección generalizada en gran medida vinculada con la independencia y suficiencia económica, porque la supervivencia no depende ya tanto de lo afectivo como de lo emotivo.
En nuestras comunidades occidentales, en donde el orden y la seguridad son climas predominantes, el sentimiento es considerado como una reacción indeseada, un elemento tóxico para el comportamiento social. En nuestro ambiente cool, sentir es una bajeza, una respuesta tan grave como lo fue sucumbir públicamente a lo instintivo en la época victoriana. Así, el control afectivo se impone generando un distanciamiento físico real que sólo puede ser suplantado por interacción en las llamadas comunidades o redes virtuales, en las que la ficción emocional trasciende en las relaciones, diluyendo a cada personalidad en todos esos vínculos de sociabilidad.
Pero, por otro lado, la supervivencia emocional confluye con la supervivencia económica al tratar de proporcionar satisfacciones materiales y emotivas. De ahí que aquello de que “el ánimo no decaiga” y/o “que continúe la fiesta”… sean muestra inequívoca del profundo proceso de infantilización que le espera al siglo XXI a fin de contrarrestar la longevidad expansiva en cada vez más población.
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