LA CUESTIÓN EMOCIONAL 2
… En otro ámbito es en la vinculación de lo emocional a lo simbólico en donde mejor se escenifica el ecosistema cultural que nos contiene. Como señalara Nietzsche la fuerza del arte se encuentra en su capacidad de convicción emocional, pero de una emoción indeterminada. Tarkovsky lo corrobora, con respecto al cine, cuando afirma que éste “no es un sistema de signos”. Así es como la emoción, diluida en cada espectador, perfuma cada sala de cine, cada exposición, cada concierto, ofreciendo no proyecciones de la imagen sino la imagen de una proyección: un aroma emocional recorre cada uno de estos eventos culturales programados que nos invaden, y como ya pronosticara Huxley creando “ficción emocional”. La pantalla sustituye entonces la reflexión por la emoción, la crítica por el espectáculo (Lipovetsky). Así la experiencia es, en el mejor de los casos, sustituida o simulada, cuando no secuestrada. Simulacros en el dolor o sobre el placer nos sobreimpresionan, integrándonos en espacios emocionalmente groseros. Ya el modernismo inició un proceso hacia un horizonte de anestesia subjetiva, de suspensión emocional, de latencia vital; con el posmodernismo se ha generalizado la socialización emocional, sustanciándose en siniestros parques temáticos, en los que la materialidad del espectáculo ya no depende solamente de una estética sino también y principalmente de técnicas de significación.
La emoción ha pasado de ser significado a ser lo significante. Se manifiesta paradójicamente como indiferencia, como respuesta especular del ciudadano medio ante aquellos hechos espeluznantes que ya no ocurren en su presencia, pero que sacian su anhelo emotivo con imágenes de sucesos o catástrofes indeterminados. De este modo la muerte tiene su razón de ser sólo en la medida en que se asimila desde fuentes digitalizadas, proyectadas sobre una pantalla, narrada como parte de la ingesta calórica para una subsistencia embrutecida. De ahí que sólo en dosis elevadas de catastrofismo ajeno se puedan liberar las ensoñaciones sentimentales que nos asemejan, en forma de solidaridad, que no es otra cosa que un coctel de culpa y ansiedad, corroborando que la identificación es un proceso bipolar, producto de la manipulación que ejercen los medios de seducción sobre esas abatidas consciencias que ya no pueden ofrecer resistencia. Por eso hoy ser parte de una filmación es una aspiración legítima del ciudadano medio. Si el contexto no es noticiable uno está fuera de lugar, y en la actualidad del presente el lugar es simplemente un plano-secuencia exhibible. Porque todo aquello que no pueda ser exhibido no posee relevancia alguna, que no es otra que la de ser audiencia potencial, target. He aquí la reciprocidad con la que el medio capta y amplia sus contenidos: redes sociales en las que interactuan personajes anónimos que no quieren reconocerse como tales.
Nuestro ser en el mundo es emocional, nuestra inspiración también, pero eso no evita el que pasemos por un recorrido preestablecido sobre lo que debe emocionarnos y cómo y hasta dónde debe hacerlo. Cabría entonces trazar esa esfera como una especie de mapa emocional. Para ello se están creando gabinetes de síntesis que reconstruyen lo diverso en amalgama. Una vez descontextualizada cualquier imagen puede conformar otra narración. Por eso la emoción ya no es del orden del Yo, sino del acontecimiento como nos sugirió Deleuze.
Suscribiremos entonces las manifestaciones de G. Bataille en cuanto a que “el sentido de la emoción será mayor cuanto menos sentido tenga”. La irrupción del sinsentido exime de obligaciones, responsabilidades, determinaciones, en la medida en que todo ello facilita o nos dispone hacia alguna otra emoción. Pero no será esa una emoción que nos materialice, otorgándonos ese sonido estremecedor de la materia, como quisiera Artaud, sino aquella otra que nos sublima enajenándonos.
La madurez, ese período de la “estabilidad emocional”, certifica la claudicación de la vida en la búsqueda de experimentarse a sí misma a través de sus extremidades. La emoción deja de estar en sí, ya no desequilibra, sino que obnubila, es susceptible de “estetizarse” como consecuencia de la transformación a que la someten los factores de representación. Por eso toda emoción estetizada es placentera, manipula a través del placer que produce. Y en conseguir este placer consiste el arte de la representación, por eso hay quienes, al asistir a un espectáculo, empatizan directamente con la emoción que se está representando, no con la emoción representada.
Hoy la emoción Kitch, que tan bien muesta Almodovar por ejemplo, es aquella que es provocada por la redundancia ficticia de estímulos culturalmente asociados a las reacciones esperadas. La búsqueda de la emoción parte entonces de la previsible reacción del público. No es a la incertidumbre a la que se supedita la posibilidad de sorpresa, sino a lo previsible, como tan bien se expresa en aquél dicho de “gratamente sorprendido”, que no es otra cosa que ausencia emotiva, porque Emoción significa perturbación, viene del latín “emovere”, que significa perturbar. Por eso este sucedáneo de emociones kitch no son fuente para ampliar la conciencia como pretendiera Jung, ni tampoco de un movimiento originario a partir del cual se desarrollara el impulso del hombre hacia el hombre, que invocara Bergson. La emoción surge en el punto donde cuerpo y mente se encuentran, es la reacción del cuerpo a la mente, el reflejo de la mente en el cuerpo.
Tedio y aburrimiento son los estados emocionales generalizados, de ahí que el arte que se nos ofrece no sea la expresión intelectual de ninguna otra emoción, y que la vida tampoco sea su expresión volitiva, como hubiera querido Pessoa. No es posible comprender el arte porque el arte no emociona y sin emoción no hay comprensión como nos señalo Gaugin.
Entonces deberemos admitir nuestra intoxicación porque nuestra “adicción emocional” está cargada de sustancias tóxicas, de ahí quizá el aumento exponencial de alergias entre la población, sometida a una ablación emocional que ya no distingue de sexos ni de cultos…
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