Consideraciones humanas sobre cuestiones inútiles, innecesarias e imperfectas de la profesión atea. Compartir lo efímero, testimoniar lo disoluto, aullar ante el silencio. Aulla! Aulla!

8/22/2013

EL REDUCTO DE LO INSOSLAYABLE

(Mark Rothko)    


La propia muerte es el único de todos los desfallecimientos que jamás se disculpa”.
(Jacques Rigaut)

 En una conversación reciente sobre la “calidad de vida” en los distintos países de nuestro entorno se sacó a colación el indicador “suicidio” para intentar ilustrar que en ellos, a pesar de sus elevados indices de desarrollo, no todo es tan agradable como se pinta.

Vayamos por partes desgranando esta hipótesis. Por un lado, si lo que se pretende es correlacionar un indicador de calidad de vida como es el de “índice de desarrollo humano” con la “tasa de suicidio”, deberíamos admitir que la relación más frecuente suele ser inversa. Entonces la elevada tasa de “suicidio” en los países nórdicos, por ejemplo, quizá obedezca a otras causas que no tienen relación directa con lo que entendemos en términos generales por elevado bienestar social entre la población.

Por otro lado, el “suicidio”, podría contemplarse como una respuesta personal, culturalmente condicionada ante determinadas situaciones específicas, entre personas de distintos grupos humanos. Una especie de gen recesivo dispuesto a activarse ante determinadas circunstancias ambientales.

Cabe señalar a su vez, que en el orden moral y en nuestro entorno cultural, la respuesta suicida suele valorarse como un acto homicida del ser contra sí mismo. Una respuesta intolerable y extrema del ejercicio de la libertad, por la que el individuo cuestiona tanto su salud mental como aquellos valores morales, éticos y estéticos compartidos mayoritariamente por una determinada sociedad, que valora ante todo la existencia por encima de la vida, el hecho de estar con independencia de las condiciones que lo habiliten.

Ahora bien, si aceptásemos como posibles estrategias de supervivencia de la especie la ubicación de los individuos entre dos grandes grupos o categorías de individuos, los “fuertes-violentos-depredadores” y los “débiles-pacíficos-colaboradores”, podríamos establecer que será exclusivamente el ambiente quien determine, en cada caso, cual de estos dos grupos se posiciona favorablemente para cumplir mejor con esa misión, o en qué momento el “modelo de la competencia” puede dar mejores resultados que “el modelo de la cooperación”. Bajo ese prisma, el suicidio puede ser la respuesta de quien no entra en competencia con otros, de quien no continua con la existencia bajo el sometimiento, la vejación y el ultraje físico y moral a que puede ser sometido en sus condiciones de vida, un acto extremo por el que “los fuertes y violentos” inducen a los “débiles y pacíficos” a sacrificarse. En este sentido, quien no acepta las condiciones sólo tiene dos opciones ante el yugo impuesto: contravenir la norma y, con ello, romper con la cadena de autoprotección, “traicionando” el mandato biológico que asegura la continuidad de la vida en otras generaciones, quitándosela; o encontrar en otras formas de resistencia pacífica y apoyo mutuo el sustento para sobrevivir.

Pero también, con independencia de las categorías que queramos establecer sobre los grupos humanos, el suicidio aparece como un acto contra natura, un acto de quiebra, de ruptura ante las imposiciones del determinismo biológico, que nos obligan, por encima de todo a sobrevivir para la especie en cualquier circunstancia, aún a pesar de no querer hacerlo para uno mismo, en un radical desencuentro entre conciencia e instinto. Una negación de la negación que supone también rechazar, a través de la propia extinción, la conducta que pretende sacrificar a muchos en beneficio de unos pocos bajo el auspicio de un pretendido beneficio para todos.

Es paradójico cómo el suicidio es un acto no-programado que desajusta el orden social, un acto que irrumpe y afectan a la colectividad que, sin embargo, lo propicia, llegando incluso a ser motivo de indignación entre la “opinión pública” y que por ese afán de autocomprensión, a través de asimilar al otro excluyéndolo, pueda llegar a justificarse desde una hipócrita actitud de “extrañeza”. Así es como el acto suicida es reapropiado en un formato inocuo, como un indicador estadístico y, a través de él, desvirtuar o menoscabar los evidentes logros de “protección y apoyo social” que se prestan por el Estado en los países nórdicos en comparación con los países latinos, en donde efectivamente hasta antes de la actual crisis había un menor número de suicidios, a pesar de tener peores indicadores de desarrollo humano o de bienestar social.

De cualquier modo el valor del suicida es equiparable al valor del desprecio social medido en términos de indiferencia, porque el suicidio singular sólo cobra valor social cuando victimiza a la propia colectividad y, siempre y cuando, pueda ésta utilizarlo en su favor atribuyéndoselo a otros como consecuencia de la simple acción política.

Artaud lo expuso en referencia al suicidio de Van Gogh y cómo se reaccionó ante ello, equiparándose al suicida con su verdugo, para evitar la conmoción en la conciencia. Porque, efectivamente, el suicida es cuestionado hasta en este extremo, pues la respuesta que da no es la adecuada y en ningún modo ponderada a la “comprensión” que pudiera recibir desde el conjunto de la sociedad, porque en este caso, para ésta, el reconocimiento de la culpa no es más que el exhorto para poder liberarse de ella.

La parábola de los fuertes y los débiles se reduce entonces a un problema de imagen social, a una cuestión estética, motivo de indignación para unos (aquellos que detectan las imperfecciones del mundo pero con objeto de perfeccionarlo) y/o de aquellos otros que menoscaban esos comportamientos como conductas aberrantes, en la que sólo aprecian una manifiestación de locura o acaso, la sintomatología depresiva de unos sujetos prescindibles en la intrascendencia cotidiana.

Lo evidente es que la conducta suicida siempre es valorada bajo la ambivalencia, ya como consecuencia del maltrato social o de la propia alienación mental del individuo. Con ello, en cualquier caso, siempre es rechazada como una conducta tanto detestable como evitable, para no ser nunca reconocida en un marco de legítima libertad individual porque, para esa “conciencia”, nadie que se suicida es libre o siquiera pueda ejercer con ello su libertad. Todo suicida es por tanto condenado previamente aunque luego pueda ser tratado como víctima. Todo suicida es por ello culpable por suicidarse, porque el hecho es únicamente asumido como execrable en el ideario colectivo.

Por qué no reconocer el valor y la determinación en cada suicidio, más allá de la causa por la que se produce, por qué no encontrar ahí el gesto que no acepta el sometimiento a la imposición de la indiferencia cainita que nos caracteriza colectivamente. Por qué buscar una justificación en el otro al ejercer su libertad sobre lo injustificable en lo propio al negarla.

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