Consideraciones humanas sobre cuestiones inútiles, innecesarias e imperfectas de la profesión atea. Compartir lo efímero, testimoniar lo disoluto, aullar ante el silencio. Aulla! Aulla!

11/08/2013

MÍSEROS / MISERABLES

 
Diego Rivera. Mural -detalle-

"Para los enfermos de dolor universal, la vida y el mundo son sin sentido porque son miserables. En cambio, para nosotros, el mundo y la vida son miserables porque son sin sentido". (Günther Anders)


 Bajo la profunda misantropía y el denodado desprecio hacia la persona que se profesan en este país, a menudo, se confunde la miseria material y vital que padecen las personas en situación de pobreza con la conducta miserable que ejerce otra gran parte de la ciudadanía y que ostentan los gestores de la llamada “crisis financiera”.

Es común apreciar esa confusión intencionada, que rezuma como un estertor, en boca de cualquiera de los tertulianos al uso que tanto frecuentan las pantallas para la disuasión y el embrutecimiento o también, por esos otros estilistas de “la espada en el plumín”, que tan flamígeramente circulan por los campos narrativos, tea en mano, dispuestos a quemar rastrojos humanos. Si, se tergiversa con alevosía la miseria que sufren millones de personas con la miserabilidad insultante de quienes gestionan el poder o lo sustentan, porque se desconfía tanto del ser humano, tan profundamente, que se encubre al miserable (perverso, abyecto, canalla) con el mísero (desdichado, infeliz).

Es así, la ira y el odio son los productos o sustratos sobre los que se asienta nuestra convivencia porque el dominio sólo puede subsistir en la medida en que los dominados hagan de lo que desean objeto de odio. En este sentido, sententa y tres años después, aún no se han cerrado los efectos fratricidas de la contienda civil, no se ha llegado a producir siquiera el paso previo a toda posibilidad de trascender aquél momento histórico, por el reconocimiento mutuo del dolor infringido, de la obscenidad compartida. Sin embargo, ahora se profundiza en esta perversa estrategia que alimenta el enfrentamiento cainita mediante la oportunidad que brinda de nuevo el “fin del conflicto vasco”, sobre el que se centra la atención en lo perentorio de ser vencedor o vencido, cuando lo trascendente es el dolor infringido, que debe ser reparado tanto con la aceptación del cumplimiento legal de las penas como con la cauterización de las heridas por la desactivación del victimismo en cualquiera de los bandos. Incluso ahora nos podemos permitir una tercera vía hacia otro naufragio con la apertura de otro conflicto, generado esta vez por “la ilusión de la independencia” de Cataluña, que alimenta en principio un odio de “baja intensidad” pero ávido de ofrecer sangre fresca en un próximo sacrificio sectario. Si, el abrazo de la paz es algo imposible mientras exista beligerancia declarada entre un “nosotros o ellos” para cualquiera de sus acepciones. 

Estamos instalados y atenazados por un bucle en lo arcaico, que no es sino el del no reconocimiento mutuo y, con ello, en un grave problema de personalidad colectiva que busca su identidad a través de la exclusión y la aniquilación del Otro, que no es sino siempre un contrario y nunca una posibilidad hacia lo complementario. La intolerancia, la intransigencia, la impaciencia, ... son los síntomas de un cuadro de patología crónica, fruto de un envenenamiento para el que no tenemos antídoto. Esa es nuestra siniestra singularidad, la de una diferencia no compartida. Quizá Caín y Abel vivieran aquí pero sus descendientes ya no saben quién es quién.

Porque sin entrar en el análisis historicista, ¿qué seria de Europa si se vivenciaran, entre las distintas poblaciones de los Estados que la conforman, de modo similar y con la misma intensidad que entre nosotros, los sucesivos conflictos acaecidos en las dos últimas guerras del siglo XX?. No es ni siquiera imaginable. Pero por nuestro lado, adscritos al mimetismo del terror, a sus consecuencias, identificamos en su práctica cotidiana la única posibilidad para la autoconservación, como si éste fuera el último resorte posible al que agarrarse, como si la vida sólo pudiese pagar el precio de su supervivencia asimilándose a la muerte y a sus ritos. Si, este es un país en el que se rinde tanto culto a la muerte como desprecio a la vida, un país que rescata lo inanimado, bancos, inmuebles y autopistas de cemento, pero que expulsa a sus hijos hacia el extranjero o a sus ancianos y dependientes a cualquier vertedero. Si, un país de grandes gestos, en el que prima el orgullo del miserable que ostenta sus privilegios en el odio, en su mezquina capacidad para hacer de cualquier modo sangre en el ruedo. Un país de mortaja y plañidero, ebrio de lo inaudito, que continua alimentando la contienda que lo ciega, en orden pero mantenido por la ira y por el miedo.

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